En 1951, José Ortega y Gasset, ya casi al final de su vida –murió en 1955–, pasó en Múnich varios meses como profesor invitado por la universidad local. Centrado casi exclusivamente en sus compromisos académicos, Ortega accedió, sin embargo, a inaugurar el primer Congreso Internacional sobre Literatura Infantil y Juvenil, que fue también el primer evento cultural internacional en una Alemania aún de posguerra.
Ortega fue invitado por Jella Lepman, una gran desconocida si se considera que creó la Biblioteca Internacional de la Juventud en Múnich, la Organización Internacional para el Libro Juvenil (IBBY) y el premio Hans Christian Andersen, hoy el nobel de la literatura para jóvenes.
Ante doscientos expertos de once países, en una oscura y fría mañana de noviembre, Ortega habló en alemán de pedagogía, de educación y de mitos, temas que aborda con maestría en alguno de sus más memorables ensayos filosóficos. Y cuenta Jella Lepman en su biografía que las palabras del maestro, pronunciadas con entrega, «sacudieron a los oyentes y quedaron, como un inolvidable cantus firmus, flotando en el ambiente durante días».
Y así debió ser. El texto de aquel discurso resulta, cuanto menos, conmovedor; quizás porque habla de emociones, de mitos y fantasía, de infancia…; quizás porque es magistral su escritura; tal vez porque aquella mañana, él también, dejó asomar a su voz el eco de ese niño vivaz e irrefrenable que todos llevamos dentro. Y el maestro terminó:
«Es la madurez no una supresión, sino una integración de la infancia. Todo el que tenga fino oído psicológico habrá notado que su personalidad adulta forma una sólida coraza hecha de buen sentido, de previsión y cálculo, de energía y voluntad, dentro de la cual se agita, incansable y prisionero, un niño audaz. Este díscolo personaje interior es el que nos hace tal vez reír en medio de un duelo, o decir una impertinencia a un grave magistrado, o seguir tomando el sol cuando el deber nos obliga a ausentarnos.
Somos todos como el cascabel, criaturas dobles, con una coraza externa, que aprisiona un núcleo í́ntimo, siempre agitado y vivaz. Y es el caso que, como el cascabel, lo mejor de nosotros está en el son que hace el niño interior al dar un brinco para libertarse y chocar con las paredes inexorables de su prisión. El trino alegre que hacia fuera envía el cascabel está hecho por dentro con las quejas doloridas de su cordial pedrezuela. Así, el canto del poeta y la palabra del sabio, la ambición del político y el gesto del guerrero son siempre ecos adultos de un incorregible niño prisionero».