Le echo de menos estos días. ¿Recuerdas cómo te llamaba cuando eras solo una ardilla? Rabona, insistía, y tú le sacabas la lengua porque una palabra que acaba en «ona» suena, cuanto menos, a algo bruto y despectivo.
–Rabona es una coneja –te explicó una tarde en diciembre, sentados en el escaño del pueblo, tras una comida en familia, los dos al calor del fuego. Te hablaba en voz baja, al oído, casi en secreto.
Y visto así, por pura similitud de imágenes, no iba muy desencaminado. A mi juicio, los conejos tienen, de entrada, unos ojos muy redondos, algo almendrados, grandes y repletos. No sé si tan claros como los tuyos. Unos ojos de botón, muy vistosos, pienso yo.
Aunque a mí, sin embargo, aquella analogía me llevaba más a un conejito pequeño –¿rabina quizás?–, blanco y peludo, jamás ceñudo, suave y redondo, justo como tú entonces, mi dulce arrullo.
Y hace unos días lo recordé de nuevo. Es noviembre, sabes muy bien que a estas alturas del año crece en mi mente algún duende, y toca mi emotividad. No te sorprendes, ¿verdad? Los recuerdos entonces se convierten en historias, van creciendo muy deprisa, giran como en una noria, hasta que, ansiosa e inquieta, me fuerzo a parar, me callo, clamo al silencio, entro en la casa y su tiempo, y empiezo por fin a contar.
Hace unos días sonó su voz contundente, tan clara y precisa como si hablara en verdad. Rabona, decía otra vez el abuelo, y a ti te daba la risa mientras le sacabas la lengua. Busqué la palabra en un diccionario, ¡casi diez años después! Y decía así: “Animal que tiene el rabo más corto que lo ordinario en su especie, o que no lo tiene”.
Claramente se había hecho un lío, uno más. O era un poco libertino, algo osado e impreciso, se apropiaba de una jerga igual que se zampaba un guiso. El abuelo, de joven, cazaba. Cosas de la edad pasada…
Y sin embargo, después de oír su voz, hace días, te vi sentada en la silla, Rabona, las piernecitas colgando, con tu pequeña barbilla manchada de chocolate, Rabona, un conejito plateado saltaba sobre la mesa, lo cogías con tus manos regordetas, lo olías como si fuera una fresa, y lo besabas hundiendo tu cara en su pelo sedoso.
En su trasero, por cierto, crecía un pequeño pompón, luna redonda de Angora, como un corazón de algodón.
Y comprendí entonces que el término era exacto, perfecto el uso. Rabona no era un animal cualquiera, ¡claro!, Rabona era un nombre propio, con mayúscula, acopio de vocablo al uso que solo puede enredar quien observa la vida –y su paso– con los ojos de la edad.
Rabona, coneja de plata, una sola, inocente y suave. Rabona eras tú, soñadora, en un mundo de luz de tarde, de palabras rescatadas, de símiles que ya no caben en ningún diccionario. El mundo del abuelo.
Y en mi memoria, para siempre, hice una anotación al término.
(Extracto de texto del libro «Rabona», de próxima edición)