30 de octubre de 2023

Miscelánea de la cubana Dulce María Loynaz, primera pluma iberoamericana en ganar el Cervantes

Dulce María Loynaz, uno de los nombres más importantes de la poesía en español, tenía 27 años cuando se enamoró de un faraón y dio forma a su conocida misiva: Carta de amor al rey Tut-Ank-Amen es el único texto conservado del diario de viaje escrito en su largo periplo por países del Mediterráneo oriental en compañía de su madre y hermana. Acababa de graduarse en Derecho Civil. La nostalgia por el pasado era ya un rasgo esencial en su vida y también en su escritura.

Loynaz nació en La Habana en 1902, en el seno de una familia culta y burguesa que le brindó una esmerada educación. Nunca asistió al colegio, pero a su pequeña mansión acudían los mejores tutores. Desarrolló desde muy pronto una personalidad peculiar: afirmaba sentir y vivir de forma poética.

En alguna ocasión, admmitió haber despertado a la poesía en un acto de rebeldía: con trece años compuso unos sonetos a modo de venganza, pues un profesor de literatura no le había dado la nota esperada: “Escribí por rabia –confesó– y también porque tenía algo que decir, como si una memoria ajena me estuviera llevando de la mano”.

Más tarde, a punto de terminar el Bachillerato, compuso Bestiarium, otra trama vengativa hacia un profesor de Historia Natural que le había suspendido la asignatura. Requisito para aprobar era presentar un cuaderno taxonómico de animales, que la joven concibió en poemas. Fresca la voz, algo insolente, desafiante ironía; aguda su visión del mundo que filtró con maestría a través del ojo animal. Ya era escritora genial.

Creotz ha ilustrado el Bestiarium de Loynaz, que nunca llegó por cierto a manos del profesor, quedando contrariamente olvidado en un cajón durante más de medio siglo. Cuando por fin vio la luz, la autora era una mujer madura e insigne escritora.

Talento innato

A los diecisiete, Dulce María publicaba sus primeros poemas en el diario La Nación, y a los 27, después de haberse doctorado en Derecho Civil en la Universidad de la Habana, escribía su novela lírica Jardín, de corte autobiográfico y que no vio la luz hasta 25 años después. Esta falta de prisa por dar a conocer sus escritos es parte de su natural reserva, de su misteriosa personalidad: era una mujer discreta, silenciosa y, quizás por ello, cautivadora.

En 1938 –ya cumplidos los 36– se publicaron dos libros de poemas: Versos y cantos y Canto a la mujer estéril; en este último expresa el anhelo incumplido de no haber podido ser madre: “Ninguna cosa pudo salir de ti: Ni el Bien, ni el Mal, ni el Amor, ni la palabra de amor, ni la amargura derramada en ti siglo tras siglo…”.

Años después, en Madrid, se editaron otros dos títulos: Juegos de agua y de amor y Poemas sin nombre.

En 1992 recibió el premio Miguel de Cervantes, considerado el Nobel de las letras en español. Fue la segunda mujer, tras María Zambrano, en conseguirlo, y la primera pluma iberoamericana –hombre o mujer– en recibir tal reconocimiento. Tenía ya 90 años, era Premio Nacional de Literatura en Cuba y llevaba años presidiendo la Academia Cubana de la Lengua.

“La poesía debe llevar en sí misma una fuente generadora de energía capaz de realizar alguna mutación: Poesía que deja al hombre donde está, no es poesía”, sostuvo en alguna de sus conferencias.

En 1958 –a los 56 años– había publicado Últimos días de una casa, un poema largo y conmovedor que tardó en concluir una década. En sus últimos momentos, antes de ser demolida, una casa cobra voz, cuenta su historia y se despide porque va a ser demolida. Conlleva el texto una clara alusión a la casa de infancia y juventud cuyo deterioro no pudo evitar la escritora, una casa que había sido meca de importantes escritores: García Lorca la visitó y declaró que estaba “encantada”, y Juan Ramón Jiménez, tras ser huésped de aquel inmueble, admitió comprender el delirio lorquiano.

En octubre de 2023, esta editorial presentó Bestiarium en la que fue su vivienda de casada, otro edificio señorial en el corazón de La Habana que hoy es el Centro Cultural Dulce María Loynaz de promoción literaria. Conserva muebles y objetos personales de la escritora, como aura omnipresente de una de las grandes voces de la literatura universal.